El poder es hijo de la depredación; somos animales, y somos depredadores.
Según la definición de Jean Bodin, la soberanía es una potencia absoluta y perpetua, una dignitas que sobrevive en la persona física de su portador.
El cuerpo político del soberano no sólo representa la continuidad del poder, sino un “más” que, a través de la imagen, se aísla y se transmite al sucesor en un ritual inamovible.
Se quiere un presidente humano al cual se puede identificar, a la vez que alguien capaz de radiar luz dese lo alto de su pedestal.
La ideología democrática quiere la independencia del derecho; pero esta independencia es asunto de estatuto, no garantiza la imparcialidad ni la prudencia, y los magistrados no están vacunados contra la pasión, el prejuicio, la pereza, la incompetencia y el error.
Este mundo de transparencia ha sido descrito por Eisenstein en La casa de vidrio, y concluye así: “Es imposible continuar sin romperla”.
Quiero ver en aquel que me gobierna a un promotor de las virtudes de la permanencia, un abogado de los valores de la nación, de la seguridad, de la autoridad, de la transmisión.
(cit. Ikram Antaki, 2000)
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